Un sueño

Qué desafío me resulta poner en palabras lo que vivimos estas vacaciones. ¿Cómo se describe un sueño? ¿Cómo lograr transmitir con palabras el clima, los colores, las texturas, los sabores, los sonidos, las sensaciones? No sé, pero lo intentaré. Cierro los ojos y simplemente comienzo.

Aterrizamos en una ciudad costera1. Edificios muy antiguos, de pocos pisos, todos muy parecidos, construidos uno junto a otro a partir de la misma piedra de color arena. Cada ventana con su balcón. Cada balcón con sus telas colgadas secándose al sol. Caminamos entre aquellos edificios, por unos callejones muy angostos. Callejones que de día están desiertos, pero en cuanto oscurece y afloja el calor, bajo la luz amarilla de los faroles, se cubren de mesas y sillas que los mismos vecinos sacan de sus casas en las noches de verano para comer, jugar, charlar, pasar el rato. Nos saludan. “Buona sera”.

Ahora estamos en otro lugar, un poco más al norte2. Una ciudad pesquera. Es donde nació el abuelo de Nacho. Vemos una publicidad de alguien con su mismo apellido y se nos cruza la idea de contactarlo. Pero de alguna forma nos enteramos que es un apellido común en la zona. Se parece mucho a la primer ciudad en la que estuvimos, pero en ésta todas las persianas son del mismo color, un verde intenso.

Hace mucho calor. Entramos en la Catedral. Nos sorprende que esté hecha con las mismas piedras que los edificios, tanto por fuera como por dentro. Cuando salimos aparece una playa. Una escollera divide el mar en dos, generando una enorme pileta de aguas calmas. Dejamos nuestras cosas sobre una piedra, y nos metemos al agua. Es celeste, transparente y cálida. Nos quedamos flotando por un rato. Más tarde, estamos comiendo una foccaccia, tan típica de la zona, y también una parmeggiana, el plato que Nacho comía cuando era chico en la casa de sus abuelos.

Nos levantamos temprano para tomar un micro rumbo al próximo destino. Pero a pesar de haber llegado a la parada con anticipación, por algún motivo lo perdemos. Por suerte, aunque a las apuradas, podemos comprar nuevos pasajes y tomamos el siguiente. Después de unas horas bajamos en una estación de tren y empezamos a caminar. Estamos ahora en una ciudad más grande3, bastante más concurrida, un poco más sucia, y definitivamente mucho más ruidosa. Hileras de banderines cuelgan entre los edificios, por encima de las calles, representando la pasión de sus habitantes por el equipo de fútbol local.

Llegamos al puerto y subimos a un barco. Al alejarnos de la tierra y darnos vuelta, vemos un enorme volcán, del que hoy en día se sabe que hace dos mil años entró en erupción y dejó enterradas ciudades enteras.

Abro los ojos y miro por la ventana. Nos acercamos a un acantilado altísimo, un pedazo de tierra que sale del mar y se agranda cada vez más a medida que avanzamos. Estamos llegando a una parada del recorrido. Es una isla4. Pero nosotros no bajamos acá.

Seguimos en el barco. Está atardeciendo. El sol baja cada vez más, derramando brillos en el agua. Por la ventana veo pasar montañas y, entre las montañas, pequeñas ciudades. Algunas sobre la costa, otras más arriba, en la cima.

Nos acercamos a un puerto5. La ciudad se agranda cada vez más, y llego a ver casitas de colores. También la cúpula de una iglesia, cubierta de venecitas verdes y amarillas. Esta sí es nuestra parada. El sol ya se escondió detrás de las montañas, y el clima está más agradable. Aún nos queda un tramo más hasta nuestro destino final.

Estamos en una combi. Es una ruta angosta, zigzagueante, cuesta arriba entre las montañas. Hacia arriba y hacia abajo, un paisaje verde cubierto de vegetación. Plantaciones de limones en una grilla muy ordenada. Del otro lado, el mar, cada vez más amplio.

Llegamos a la cima. La vereda es como un extenso mirador, en el que se puede apreciar la costa y el mar que quedaron abajo, muy lejos. La vista es alucinante. Atravesamos caminando un pequeño túnel que nos lleva hasta el otro lado de la montaña y las vistas de pronto cambian. Ya no se ve el mar, sino otra montaña que está enfrentada a la nuestra, también con sus pequeñas casas y terrenos verdes cubiertos de plantaciones. Llegamos al centro del pueblo6. Una gran plazoleta rodeada de unos pocos bares. No hay autos, solo algunas personas, muy sonrientes y relajadas, sentadas en la mesa de un bar o caminando. También hay niños jugando. Me doy vuelta y veo unas anchas escalinatas que conducen a una iglesia que se impone, elevada, sobre la plaza.

Hay unos árboles muy particulares que no recuerdo haber visto antes. Son muy altos, de tronco fino, y a cierta altura sus ramas se abren en todas direcciones, de forma paralela al piso, formando un círculo casi perfecto. Sus hojas crecen hacia arriba, creando como una media esfera de color verde. Uno junto a otro se elevan sobre la plaza, enmarcando el paisaje de montañas que se ve a lo lejos.

Calma. Silencio. Frescura. Colores en perfecta armonía. Belleza hacia donde mire. Este lugar no puede ser real. Estoy en el cielo. ¿Será el paraíso? Confirmo que estoy en un sueño.

Amanece. Veo, desde la cama, el sol apareciendo detrás de la montaña. Desayunamos en el balcón, observando la inmensidad. Al rato estamos subiendo escaleras. Cientos de escalones, muy empinados, en pasillos que están como escondidos entre las casas. Llegamos a la cima empapados en sudor. Caminamos por unos callejones de piedra muy pintorescos que se abren a nuestro paso, pasando por pequeños negocios que sacan a relucir sus cerámicas sobre la vereda. Blanco, amarillo y verde son los colores que predominan en aquellas piezas que representan a los limoneros, tan característicos de la zona.

Entramos a una Villa7. Recorremos los jardines, diseñados con un gusto exquisito. Hay árboles, plantas de distintos tipos, flores de colores, caminos, escaleras, balcones, fuentes, una torre. Pero no todo a la vez. El recorrido nos permite ir descubriendo toda esta belleza paso a paso, para deleitarnos a cada momento.

Es el atardecer. Estamos caminando por la ciudad y de pronto empezamos a escuchar música clásica. Viene de un jardín. Al otro lado de la entrada, vemos una serie de cuadros grandes expuestos. Se trata de óleos, muy coloridos, que retratan los paisajes de la zona. Esta imagen, sumada a aquella melodía tan calma y agradable, nos invita a entrar. Al girar, vemos un hombre joven con un sombrero de paja, frente a un atril, pintando un nuevo cuadro. Es un artista local y casualmente habla español. Conversamos un buen rato.

Un nuevo día. Estamos llegando a la isla que tanto nos impresionó unos días atrás4. Al rato, aparecemos navegando en un pequeño bote con motor. Estamos los dos solos, y Nacho lo conduce. El mar está movido. Cuando pasa un barco cerca, nos genera olas aún más grandes. Y hay muchos barcos ese día. Los acantilados, vistos desde abajo y tan cerca, me resultan enormes. Frenamos un rato y me tiro a nadar. Llego hasta unas pequeñas cuevas formadas naturalmente en el acantilado, y me quedo ahí adentro por un rato. Cuando queremos continuar viaje, para terminar la vuelta a la isla, nos damos cuenta que el ancla se había atorado. Desde la superficie, usando la máscara, miro hacia el fondo del mar. El agua es tan transparente que me permite ver con total claridad las dos piedras que la retienen. Encendemos el motor, y nos movemos en la dirección contraria a las piedras. Logramos levantarla.

Es de noche y Nacho cocina unas pastas. Cenamos en el balcón. Coincidimos en que la comida en aquel país es riquísima, principalmente por su materia prima de calidad. La pasta. El tomate. La mozzarella. El aceite de oliva. Diferente a la pasta, el tomate, la mozzarella y el aceite que conocíamos.

Otra vez sale el sol detrás de la montaña. Bajamos caminando hasta la costa, como en los días anteriores. Tomamos un colectivo que nos lleva a conocer otra ciudad. La ruta va bordeando las montañas, cruzando puentes, pasando por distintos pueblos. El conductor va haciendo sonar la bocina en las curvas angostas, para alertar a los autos y motos que puedan venir en la dirección contraria. Todavía es temprano. El sol está bajo y se refleja en el mar.

Una vez en la ciudad8, caminamos en subida y pasamos por varios miradores que nos permiten apreciar las vistas. Casas muy grandes, con fachadas de distintos colores, cubren la montaña desde la costa en dirección hacia arriba. Nos cruzamos con más turistas que en otros lugares.

Vemos un cartel que dice Spiaggia. Lo seguimos. Son escaleras que van en bajada. Nuevamente, cientos de escalones en un pasillo angosto entre las casas. Al llegar aparecemos en una playa grande, enmarcada por acantilados muy altos. Nos sorprende que no haya gente. No sé qué hora es. ¿Será muy temprano todavía? Hace mucho calor. Dejamos nuestras cosas y nos tiramos a nadar. Al rato almorzamos en el bar de la playa, resguardados del sol.

Estamos de vuelta en nuestra ciudad, sobre la montaña, y está atardeciendo. Caminamos hacia un mirador que nos recomendó el pintor que conocimos. “Una vez que uno está ahí, con esa vista, ya está, no se necesita nada más” nos dijo cuando hablábamos sobre la belleza del lugar, pero también sobre la simpleza de una vida transitada allí arriba.

Entramos a una antigua Villa9, y se abre ante nosotros un largo camino en línea recta, rodeado de árboles muy altos y una hermosa vegetación. Hacia los costados aparecen senderos más pequeños que recorren una colección de esculturas. El camino principal culmina en un enorme balcón, conocido como “Terraza del infinito”. Y en seguida entendemos por qué. Aquel punto completaba el paisaje que veníamos viendo de manera fragmentada los días anteriores. Hacia la izquierda, las montañas sobre el mar con que nos deleitabamos cada día al amanecer. Hacia la derecha, las montañas con casitas y plantaciones que podíamos ver desde la plaza de la ciudad. Y frente a nosotros, uniendo esos dos extremos, un mar que al reflejar el color del cielo, difumina la línea del horizonte y se nos revela en su verdadera inmensidad.

Amanece y es nuestro último día en este lugar tan hermoso. Útima caminata de cuarenta minutos en bajada, hasta la costa, como cada día. Encontramos una playa rodeada de acantilado10, muy poco concurrida a estas horas de la mañana. Pasamos un buen rato en el mar, flotando y nadando. Un poco contemplando el cielo, otro poco sumergiéndonos para descubrir la vida marina debajo nuestro.

A la tarde recorremos la ciudad5. Tomamos un helado de limón servido en un limón. Hay mucha gente y hace muchísimo calor. Quizás demasiado. Entramos en la Catedral y nos quedamos un buen rato, principalmente para resguardarnos de la temperatura.

Es de noche y nos dirigimos a un concierto. Es que unos días antes vimos un poster en la calle que promocionaba la 71º edición del festival de jazz de la ciudad11. Y entre las propuestas, había una banda con un guitarrista que a Nacho le gusta mucho. Estamos llegando al lugar del evento, que resulta ser la primera Villa que recorrimos. El escenario, montado al aire libre sobre la terraza, aparece como flotando en el cielo. Detrás, a lo lejos, las diminutas y parpadeantes luces de la ciudad. A pesar de ser de noche, los picos negros de las montañas contrastan con los tonos oscuros del cielo. Se levanta un viento cada vez más fuerte, pero eso no impide que el espectáculo empiece. Una lluvia de hojas, desprendidas de los árboles sacudidos por el viento, se mueven al ritmo de la música y se vuelven parte de la escenografía. Así nos despedimos de este mágico lugar12.

A partir de acá, todo sucede muy rápido. Volvemos a la ciudad del volcán, para tomar otro barco hasta la isla que sería nuestro próximo y último destino. Pasamos la noche sobre el mar. Es una noche muy ventosa y el barco se mueve más de lo esperado. Nos cuesta dormir. Cuando nos despertamos, ya aproximándonos a la costa, nos enteramos que está habiendo grandes incendios en distintas partes del país. Y un mapa de pronóstico de incendio clasifica nuestro destino como en “riesgo muy extremo”. Casi de forma instintiva, intentando evitar quizás que el sueño se convierta en pesadilla, decidimos terminar el viaje y regresar.

Abro los ojos. Estoy de vuelta en el living de mi casa, contenta de haber logrado dejar, de alguna manera, un registro de lo que fueron estos días de ensueño. Porque, como sucede con los sueños, las imágenes pueden ser muy vívidas al principio, pero inevitablemente los detalles se van difuminando con el tiempo. Si bien hay cosas que llevaré siempre conmigo, confío en que estas palabras se convertirán, en un futuro, en un portal que nos permitirá transportarnos a través del tiempo y el espacio. Un portal a través del cual podremos, nuevamente, amanecer viendo el sol saliendo atrás de la montaña, sentir el intenso calor del sol, movernos al ritmo del agua mientras navegamos alrededor de una isla, o flotar juntos por un largo rato en un mar transparente y cálido.

  1. Bari ↩︎
  2. Molfetta ↩︎
  3. Napoli ↩︎
  4. Capri ↩︎
  5. Amalfi ↩︎
  6. Ravello ↩︎
  7. Villa Rufolo ↩︎
  8. Positano ↩︎
  9. Villa Cimbrone ↩︎
  10. Lido di Ravello ↩︎
  11. Ravello Jazz Festival ↩︎
  12. Concierto ↩︎

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